Desbrozando ideas acerca de la política antidrogas en Latinoamerica


El diario limeño El Comercio reseñó el día 12 de febrero de 1998, bajo el título Drogas, ¿una guerra injusta?, unas declaraciones del famoso economista norteamericano Milton Friedman:

“Nuestra política antidrogas ha provocado miles de muertos y pérdidas fabulosas en Colombia, Perú y México (…) Todo porque no podemos hacer cumplir las leyes en nuestro propio país. Si lo lográramos no existiría un mercado de importación (…) Países extranjeros no sufrirían la pérdida de su soberanía (…) ¿Puede una política ser moral si conduce a la corrupción generalizada, en tanto, tiene resultados racistas, destruye nuestros barrios pobres, hace estragos entre la gente débil y acarrea muerte y desintegración en naciones amigas?”
El padre de la Escuela de Chicago, aseguraba categóricamente  que el gobierno de su país debía legalizar el consumo de las drogas y cesar unilateralmente la guerra contra ellas. Recordaba amargamente que, debido a ella, los Estados Unidos habían multiplicado por ocho el número de su población carcelaria, fundamentalmente población negra y latina de muy bajos recursos.

Ese tipo de posiciones, carentes del mínimo asomo de sospecha, han sido expuestas una y otra vez por respetables personalidades. Baste recordar que en el año de 1979, Alberto Lleras Camargo, dos veces Presidente de Colombia, prestigioso periodista y primer Secretario General de la OEA, declaraba al diario El Tiempo, de Bogotá, que habían sido las políticas represivas del gobierno norteamericano, la persecución policíaca, costanera, de servicios secretos, las que habían elevado a tal valor el precio de las drogas, que habían animado la creación de unas mafias dispuestas a conseguirlas en cualquier parte del mundo, para llevarlas a los Estados Unidos y allí hacer su gran negocio.

El patriarca liberal no dudaba en advertir cómo a nuestro país se le iba a convertir en el chivo expiatorio por una responsabilidad que únicamente le competía al gobierno gringo: “La guerra y las drogas teñirán la reputación de nuestros compatriotas en ese tiempo futuro”, profetizó con sumo acierto.

Las dos décadas trascurridas desde las declaraciones de Lleras Camargo, cuando Colombia apenas alcanzaba la folclórica condición de exportadora de Cannabis,  a las de Milton Friedman, al igual que los quince años transitados desde entonces, nos permiten pensar en varias cosas con relación a este asunto que pronto será objeto de discusiones en la Mesa de La Habana.

Prácticamente existe coincidencia entre los distintos estudiosos de la economía capitalista mundial, en el sentido de que los treinta años gloriosos de ascenso y expansión de la producción industrial que siguieron al fin de la segunda guerra mundial, y que significaron el más asombroso crecimiento económico registrado en la historia, llegaron a su fin en los primeros años de la década de 1970. El estancamiento sobreviniente, producido por la evidencia de una crisis de súper producción inminente, obligó a los grandes capitales a frenar su inversión en la economía material, dando lugar a un descenso constante de la cuota de ganancia.

Fue necesario buscar otras esferas de inversión. La crisis petrolera de entonces y la fabulosa riqueza que derivó para el mundo árabe abrieron las compuertas a la especulación financiera. El crédito internacional, las bolsas de valores y la infinitud de negocios especulativos derivados de ellas, se encargaron de estimular y legitimar las más diversas formas de generación del capital y la ganancia. El comercio de las drogas adquirió entonces inusitada importancia como fuente de riqueza e inversiones.

La disputa por el destino final de esas inversiones terminó en la declaratoria de guerra contra las drogas por el gobierno de los Estados Unidos. Se trataba del control de los miles de millones de dólares que sumaban los pagos por las dosis consumidas por sus ciudadanos, cuantiosos capitales que salían al exterior en manos de desconocidos.

Además de la cobertura moral que se podía imprimir a esa cruzada, la niñez y juventud que había que salvar de tan nefasto flagelo, ella podía servir a intereses políticos inmediatos, como compensar la muerte de cuatro millones de vietnamitas a manos de las tropas norteamericanas invasoras, con el pueril argumento de que prostitutas indochinas adiestradas por comunistas, habían iniciado en las drogas a los soldados norteamericanos, equiparando el daño producido por la horrorosa matanza y librando a los Estados Unidos de las obligatorias compensaciones.

Y convertirse en un poderoso instrumento de control social dentro de sus propias fronteras. Las poblaciones conflictivas de los odiosos negros e inmigrantes podían ser reprimidas y encarceladas de modo masivo. Y, sobre todo, garantizar un efectivo instrumento de injerencia directa en los países del tercer mundo, su patio trasero especialmente, en los que las luchas sociales y políticas amenazaban con hacerlos salir de la órbita políticamente correcta.

Todas las anécdotas y crónicas sobre cualquiera de las áreas de cultivos de plantas usadas para la producción de drogas, dan cuenta, sospechosamente, de que fueron unos generosos gringos los primeros en aparecer promoviendo y enseñando el cultivo de la mata. Después vendría el control total sobre los cuerpos de policía locales, y finalmente, con la misma excusa de la heroica y justa lucha contra las drogas, la dirección y el control de las fuerzas militares de país involucrado. Colombia es un ejemplo destacadísimo del desarrollo de esa estrategia de dominación.

Desaparecida la Unión Soviética, esfumado de repente el fantasma del comunismo con el que se pretextaba la persecución contra todas las formas de inconformidad política y social, en desarrollo de la doctrina norteamericana de seguridad nacional, el poder hegemónico del gran capital transnacional representado por los Estados Unidos y la OTAN, se encontró de repente sin una excusa que pudiera justificar sus actos de intervención y piratería a escala internacional. Había que crear un enemigo que justificara el enorme aparataje bélico y las políticas injerencistas.

Entonces hicieron aparición nuevos fantasmas: el terrorismo, el narcotráfico, las violaciones a los derechos humanos, la amenaza de las armas de destrucción masiva, los atentados contra el medio ambiente, etc., un largo listado caracterizado por la hipocresía y la manipulación, que bien podía ser aplicado en primer término al poder imperial, el primer Estado entre todos que ha utilizado armas nucleares y armas convencionales de todo género, en forma masiva, contra naciones y pueblos enteros, que ha depredado al planeta en su avidez de ganancias, que ha promovido sangrientos golpes de Estado y apoyado dictaduras sanguinarias y gobiernos títeres que pusieron en práctica los métodos de tortura, guerra sucia y paramilitarismo enseñados en sus escuelas de formación militar y policial.

Para el caso que nos ocupa, el narcotráfico resultó ideal. Mientras que buena parte de los grupos y movimientos rebeldes de América Latina cedieron ante el enorme peso que significó la debacle del socialismo real, incluso en Colombia, donde buena parte del movimiento insurgente arreó sus banderas ante los cantos de sirena de la globalización financiera y el fin de la historia, otros grupos, verdaderamente revolucionarios y comprometidos con su pueblo, como las FARC y el ELN, persistieron en sus proyectos políticos y militares.

En adelante no seríamos tratados como fichas del comunismo internacional, sino como grupos narcotraficantes, terroristas y demás. No han faltado incluso los intentos de vincular las FARC con negocios internacionales de uranio y otros minerales para la producción de armas nucleares. Las llamadas operaciones sicológicas, tan difundidas y practicadas en su momento por la CIA, hoy verdaderos instrumentos de propaganda negra en manos de fuerzas militares y policiales dirigidas directamente por el Pentágono, se encargan de sembrar en la mente de la población nacional y mundial las representaciones más sucias en torno a las organizaciones revolucionarias.

Dentro de las cuales se destaca nuestra vinculación con el narcotráfico. Un país como Colombia, montañoso y con grandes extensiones de selva, a cuyas regiones más apartadas fueron lanzados por sucesivas oleadas de violencia latifundista campesinos y colonos, abandonados además a su suerte por el Estado, resultó ideal para el crecimiento de los cultivos prohibidos. Esos campesinos hallaron en ellos el modo de sobrevivir y elevar medianamente su miserable condición de vida. Las guerrillas, enfrentadas desde varias décadas atrás al régimen, asentadas fundamentalmente en las áreas campesinas, no teníamos el derecho ni la vocación de volvernos contra la población con miras a prohibirle la única actividad de la que derivaba su pírrica subsistencia.

La responsabilidad fundamental por el problema de las drogas radica en la esencia misma de la economía capitalista, en la incapacidad o falta de voluntad del gobierno norteamericano para hacer cumplir las leyes prohibitivas, y hasta en el carácter absurdo de éstas. Dicen los que estudian esos temas, que producen más muertes el consumo de alcohol o de comida chatarra que el de drogas. Y que la violencia que genera el narcotráfico es producto de la actividad mafiosa e ilegal que deriva de la prohibición del consumo. Y que la guerra contra las drogas genera más violencia, corrupción y descomposición social y estatal, que la propia degeneración adictiva.

Así que al asumir en La Habana el tema de las drogas ilícitas, las FARC-EP marchamos de la mano con la voluntad expresada por las comunidades campesinas afectadas con la guerra que la oligarquía colombiana, como siempre, de rodillas ante el imperio, decidió declarar contra ellas. Pese a que el Presidente Juan Manuel Santos masculla en algunos escenarios la necesidad de aplicar una política distinta en el combate a ese problema, en la práctica ha asumido la fiel interpretación de las directrices de guerra total emanadas del gobierno de los Estados Unidos.

Las FARC en cambio seguimos firmes en lo planteado en nuestra Octava Conferencia Nacional, que ya en 1993 incluyó en nuestra plataforma política:
“10. Solución del fenómeno de producción, comercialización y consumo de narcóticos y alucinógenos, entendido ante todo como un grave problema social  que no puede tratarse por la vía militar, que requiere acuerdos con la participación de la comunidad nacional e internacional y el compromiso de las grandes potencias como principales fuentes de la demanda mundial de los estupefacientes”.

El gobierno y el pueblo de Colombia, así como la comunidad internacional, pueden estar seguros de que  el tratamiento en la Mesa al problema de las drogas ilícitas, en todo lo que tenga relación con programas de sustitución de cultivos ilícitos, planes de desarrollo, ejecución y evaluación con participación de las comunidades, así como la recuperación ambiental de las áreas afectadas, incluidos programas de prevención del consumo y salud pública, que podrían contemplar su legalización, se desarrollará con nuestra inquebrantable y decidida voluntad de contribuir de la mejor manera a poner fin a la sempiterna injusticia sufrida por las comunidades campesinas del país, una de las razones históricas de nuestra lucha de cinco décadas continuas.

Entendemos que satisfechas las comunidades campesinas en sus aspiraciones básicas como producto de acuerdos en la Mesa de La Habana y en las diversas mesas de interlocución que se desarrollan en el país, el problema de los cultivos ilícitos habrá desaparecido para siempre de Colombia. Nuestra satisfacción por una Colombia sin coca será enorme. Mucho más, si de paso acarrea una Colombia sin pobreza y miseria rurales, que pueda hacer uso de sus derechos políticos sin ningún tipo de amenazas y violencias.

De ese modo habrán desaparecido del país, de modo objetivo, como consecuencia inmediata ydirecta, la producción de drogas y su comercialización, las que sin embargo, no van a desaparecer del entorno de la economía capitalista de que emergen. Otros escenarios y luchas habrán de ocuparse de la erradicación definitiva del problema mundial. En lo que esté a nuestro alcance, y al alcance de nuestro pueblo, habrá que colaborar activamente a ello. La utilización política y estratégica de la guerra contra las drogas por el imperio de los Estados Unidos, seguramente que buscará trasladar el conflicto a algunos países vecinos, cuyo régimen político democrático está interesado en combatir. Esa consideración y advertencia final debería hacer parte del arreglo pacífico que consigamos en Colombia.

La solución política del grave conflicto que sufre el país desde hace más de cinco décadas, pasa por la recuperación de nuestra soberanía nacional, de nuestras libertades de análisis y decisión como nación independiente. Los intereses geopolíticos del gobierno norteamericano, promotores de la pérfida intención de mancillar nuestra condición de revolucionarios con estigmas criminales, que resultan tan del agrado de las clases dominantes colombianas y sus aparatos de represión, tendrán que ser hechos a un lado y desechados por infames. Podemos discutir y debatir cuanto se quiera nuestra condición ideológica, política, organizativa y militar, de donde no puede esperarse jamás nuestra disposición a aceptar las bajas sindicaciones y condenas que trama el Establecimiento.

Las FARC-EP no seremos los chivos expiatorios por los crímenes contra la humanidad cometidos por el imperio y la oligarquía. Es hora de que comiencen a responder por sus hechos. Se lo exige la historia.

Montañas de Colombia, noviembre de 2013.

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