Especial Brasil: Democracia de Massacres I
Hay un dicho que dice: vale millones de veces más la vida de un sólo hijo que todas las propiedades del hombre más rico de la tierra. Con toda propiedad yo digo: sí fue la mayor de todas nuestras riquezas…” Flávia Gonzaga, Madre de Abril
Mapa de la violencia en Brasil: Campeón mundial de homicidios
Actualmente, no es solamente de juegos olímpicos, copas del mundo e índices económico – financieros de lo que se compone nuestro cuadro de medallas en Brasil. En el momento en que fuimos invitadas a escribir este texto [1], nuestro país se consagraba (una vez más) oficialmente como campeón mundial de homicidios.
El reciente Estudio global sobre homicidios (2011), realizado por el Departamento de Drogas y Crímenes de la ONU (UNODC), confirma que entre las 207 naciones investigadas, Brasil es el país con el mayor número absoluto de homicidios anuales: un total de 43 mil 909 en 2009. Este estudio comprueba las estadísticas de homicidios en varios estados del país; eso, por no hablar sobre todos los casos que son marcados como “muertes por causas indeterminadas”, como es el caso de Río de Janeiro y Sao Paulo.
Brasil representa la quinta mayor población del mundo y nuevamente se consagró como “campeón mundial de homicidios”. De acuerdo con el estudio, el segundo país con más homicidios en un año fue la India, con 40 mil 752 muertes en 2009, aunque la población total india es casi seis veces mayor que la brasileña. Por su parte, China, el país más poblado del mundo (con cerca de siete veces más habitantes que Brasil), tuvo tres veces menos asesinados: 14 mil 811 homicidios en 2008, una tasa 21 veces menor que la brasileña.
En el ranking de los 207 países estudiados, cuando se considerada la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes, la tan festejada neo-potencia Brasil – rumbo a consagrarse como la quinta mayor economía del mundo – aparece en la posición global número 184, con una tasa de casi 23 homicidios intencionales por cada cien mil brasileños. Vale registrar que el país con índices más altos es Honduras, con una tasa de 82 homicidios anuales por cada cien mil habitantes; en seguida aparecen El Salvador, con una tasa de 66, y Costa de Marfil con 57. Prácticamente todos los demás países que se ubican por delante de Brasil viven desde hace años en un contexto social de guerra explícita o simplemente no declarada.
Mapa de la violencia en Brasil: una historia de masacres
Los recientes datos divulgados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) -y que no salieron en las noticias- confirman un escenario que ya venía siendo denunciado por muchos colectivos y especialistas en los últimos tiempos; es más, había sido admitido por el propio gobierno federal al inicio de este año: ¡entre 1998 y 2008, más de 520 mil personas fueron asesinadas en Brasil! ¡Una media de 47 mil 360 homicidios por año! Tales informaciones referentes al cuadro brasileño de violencia letal, basadas en aquello que las estadísticas consiguen alcanzar de la realidad, están en el “Mapa de Violencia 2011”, un estudio nacional del Ministerio de Justicia, realizado con base en una investigación en todo el territorio brasileño, coordinada por el profesor Julio Jacobo Waiselfisz.
También es importante registrar el corte racial que tiene esa violencia de clase contra la juventud pobre y negra del país: de cada tres asesinatos ocurridos entre 1998 y 2008, dos de ellos eran contra negros; la mayoría de ellos, jóvenes pobres de sexo masculino, de entre 15 y 24 años. Esto es lo que los movimientos sociales hemos denunciado como “genocidio de la juventud pobre y negra del país”. Como se ve, no es solamente una bandera de lucha para la agitación política, sino un cuadro que comprueba lo real. En 2008, afirma el mismo estudio, murieron 103 por ciento más negros que blancos. En 1998 esa diferencia ya existía, pero era de 20 por ciento, lo que es bastante revelador de la persistente selectividad racial que tiene la violencia en el país. Los números muestran que mientras los asesinatos de blancos decrecen, los de negros continúan ascendiendo. Entre 2005 y 2008 hubo una disminución de 22 por ciento en los homicidios de personas blancas; entre los negros, la tasa aumentó a 12 por ciento.
La democracia de las masacres
El escenario catastrófico de esos últimos diez años no es algo extraordinario como una niebla de guerra de paso, o cualquier excepción a una supuesta normalidad histórica distinta. Se trata, por el contrario, de una de las características constitutivas de nuestra sociedad desde el genocidio de los pueblos originarios, el tráfico de negros y la esclavitud masiva que marcó nuestra colonización. Es una característica estructural de nuestra sociedad que no fue superada – solamente reinventada de vez en cuando – con la independencia, ni después con la llegada de la república y de la (falsa) “abolición”; tampoco, recientemente, con la transición a la celebrada democracia al final del siglo XX: un Estado penal y punitivo perpetuado a lo largo de todos esos años, cuyas élites civiles y militares que lo controlan niegan el derecho a la memoria, la verdad y la justicia frente a todos sus actos del pasado y del presente. Queman cuerpos y toda su historia, muchas veces literalmente. Es un enorme aparato represivo que insiste en que los agentes policiacos y paramilitares sean los principales protagonistas impunes de esa violencia extra-legal, exacerbada y continua contra los enemigos internos definidos por los dueños del poder en turno: sus enemigos de clase y de raza.
Como ya pudimos gritar en tantos otros momentos (como en nuestro libro Madres de Mayo – del Luto a la Lucha, Sao Paulo, 2011), no es por otra razón que nuestros compañeros de la Red de Comunidades y Movimientos Contra Violencia de Río de Janeiro bautizaron el período democrático que vivimos después de la promulgación de la Constitución Federal de 1988 como “la era de las masacres”; éste es el nombre más apropiado para la fase actual de esa larga historia de masacres. Al final, en la secuencia de la tan alardeada “apertura democrática” y la promulgación de la dichosa “Constitución ciudadana”, menos de dos años después, la Masacre de Acari anunciaría lo que nos esperaba por delante. De aquí para allá, una sucesión de masacres concentradas en trabajadores pobres, negros y periféricos resurge constantemente en la ya altísima, fría y constante curva de las estadísticas de homicidios cotidianos de Brasil, tasas que muestran y permanecen como las mayores del mundo. Así se sucedieron innumerables masacres como las de: Acari (1990), Matupá (1991), Carandiru (1992), la Candelária y Vigário Geral (1993), el Alto de Bondade (1994), Corumbiara (1995), Eldorado dos Carajás (1996), São Gonçalo (1997), Alhandra y Maracanã (1998), Cavalaria y Vila Prudente (1999), Jacareí (2000), Caraguatatuba (2001), Jd. Presidente Dutra y Urso Branco (2002), Amarelinho, Via Show y Borel (2003), Caju, Plaza de la Sé y Felisburgo (2004), la Baixada Fluminense (2005), los Crímenes de Mayo (2006), del Complejo del Alemão (2007), del Morro da Providência (2008), de Canabrava (2009), Vitória de la Conquista y los Crímenes de Abril en la Baixada Santista (2010) y la Masacre de la Praia Grande (2011).
Actualmente, no es solamente de juegos olímpicos, copas del mundo e índices económico – financieros de lo que se compone nuestro cuadro de medallas en Brasil. En el momento en que fuimos invitadas a escribir este texto [1], nuestro país se consagraba (una vez más) oficialmente como campeón mundial de homicidios.
El reciente Estudio global sobre homicidios (2011), realizado por el Departamento de Drogas y Crímenes de la ONU (UNODC), confirma que entre las 207 naciones investigadas, Brasil es el país con el mayor número absoluto de homicidios anuales: un total de 43 mil 909 en 2009. Este estudio comprueba las estadísticas de homicidios en varios estados del país; eso, por no hablar sobre todos los casos que son marcados como “muertes por causas indeterminadas”, como es el caso de Río de Janeiro y Sao Paulo.
Brasil representa la quinta mayor población del mundo y nuevamente se consagró como “campeón mundial de homicidios”. De acuerdo con el estudio, el segundo país con más homicidios en un año fue la India, con 40 mil 752 muertes en 2009, aunque la población total india es casi seis veces mayor que la brasileña. Por su parte, China, el país más poblado del mundo (con cerca de siete veces más habitantes que Brasil), tuvo tres veces menos asesinados: 14 mil 811 homicidios en 2008, una tasa 21 veces menor que la brasileña.
En el ranking de los 207 países estudiados, cuando se considerada la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes, la tan festejada neo-potencia Brasil – rumbo a consagrarse como la quinta mayor economía del mundo – aparece en la posición global número 184, con una tasa de casi 23 homicidios intencionales por cada cien mil brasileños. Vale registrar que el país con índices más altos es Honduras, con una tasa de 82 homicidios anuales por cada cien mil habitantes; en seguida aparecen El Salvador, con una tasa de 66, y Costa de Marfil con 57. Prácticamente todos los demás países que se ubican por delante de Brasil viven desde hace años en un contexto social de guerra explícita o simplemente no declarada.
Mapa de la violencia en Brasil: una historia de masacres
Los recientes datos divulgados por la Organización de las Naciones Unidas (ONU) -y que no salieron en las noticias- confirman un escenario que ya venía siendo denunciado por muchos colectivos y especialistas en los últimos tiempos; es más, había sido admitido por el propio gobierno federal al inicio de este año: ¡entre 1998 y 2008, más de 520 mil personas fueron asesinadas en Brasil! ¡Una media de 47 mil 360 homicidios por año! Tales informaciones referentes al cuadro brasileño de violencia letal, basadas en aquello que las estadísticas consiguen alcanzar de la realidad, están en el “Mapa de Violencia 2011”, un estudio nacional del Ministerio de Justicia, realizado con base en una investigación en todo el territorio brasileño, coordinada por el profesor Julio Jacobo Waiselfisz.
También es importante registrar el corte racial que tiene esa violencia de clase contra la juventud pobre y negra del país: de cada tres asesinatos ocurridos entre 1998 y 2008, dos de ellos eran contra negros; la mayoría de ellos, jóvenes pobres de sexo masculino, de entre 15 y 24 años. Esto es lo que los movimientos sociales hemos denunciado como “genocidio de la juventud pobre y negra del país”. Como se ve, no es solamente una bandera de lucha para la agitación política, sino un cuadro que comprueba lo real. En 2008, afirma el mismo estudio, murieron 103 por ciento más negros que blancos. En 1998 esa diferencia ya existía, pero era de 20 por ciento, lo que es bastante revelador de la persistente selectividad racial que tiene la violencia en el país. Los números muestran que mientras los asesinatos de blancos decrecen, los de negros continúan ascendiendo. Entre 2005 y 2008 hubo una disminución de 22 por ciento en los homicidios de personas blancas; entre los negros, la tasa aumentó a 12 por ciento.
La democracia de las masacres
El escenario catastrófico de esos últimos diez años no es algo extraordinario como una niebla de guerra de paso, o cualquier excepción a una supuesta normalidad histórica distinta. Se trata, por el contrario, de una de las características constitutivas de nuestra sociedad desde el genocidio de los pueblos originarios, el tráfico de negros y la esclavitud masiva que marcó nuestra colonización. Es una característica estructural de nuestra sociedad que no fue superada – solamente reinventada de vez en cuando – con la independencia, ni después con la llegada de la república y de la (falsa) “abolición”; tampoco, recientemente, con la transición a la celebrada democracia al final del siglo XX: un Estado penal y punitivo perpetuado a lo largo de todos esos años, cuyas élites civiles y militares que lo controlan niegan el derecho a la memoria, la verdad y la justicia frente a todos sus actos del pasado y del presente. Queman cuerpos y toda su historia, muchas veces literalmente. Es un enorme aparato represivo que insiste en que los agentes policiacos y paramilitares sean los principales protagonistas impunes de esa violencia extra-legal, exacerbada y continua contra los enemigos internos definidos por los dueños del poder en turno: sus enemigos de clase y de raza.
Como ya pudimos gritar en tantos otros momentos (como en nuestro libro Madres de Mayo – del Luto a la Lucha, Sao Paulo, 2011), no es por otra razón que nuestros compañeros de la Red de Comunidades y Movimientos Contra Violencia de Río de Janeiro bautizaron el período democrático que vivimos después de la promulgación de la Constitución Federal de 1988 como “la era de las masacres”; éste es el nombre más apropiado para la fase actual de esa larga historia de masacres. Al final, en la secuencia de la tan alardeada “apertura democrática” y la promulgación de la dichosa “Constitución ciudadana”, menos de dos años después, la Masacre de Acari anunciaría lo que nos esperaba por delante. De aquí para allá, una sucesión de masacres concentradas en trabajadores pobres, negros y periféricos resurge constantemente en la ya altísima, fría y constante curva de las estadísticas de homicidios cotidianos de Brasil, tasas que muestran y permanecen como las mayores del mundo. Así se sucedieron innumerables masacres como las de: Acari (1990), Matupá (1991), Carandiru (1992), la Candelária y Vigário Geral (1993), el Alto de Bondade (1994), Corumbiara (1995), Eldorado dos Carajás (1996), São Gonçalo (1997), Alhandra y Maracanã (1998), Cavalaria y Vila Prudente (1999), Jacareí (2000), Caraguatatuba (2001), Jd. Presidente Dutra y Urso Branco (2002), Amarelinho, Via Show y Borel (2003), Caju, Plaza de la Sé y Felisburgo (2004), la Baixada Fluminense (2005), los Crímenes de Mayo (2006), del Complejo del Alemão (2007), del Morro da Providência (2008), de Canabrava (2009), Vitória de la Conquista y los Crímenes de Abril en la Baixada Santista (2010) y la Masacre de la Praia Grande (2011).
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