El combate a la corrupción como instrumento político
Por Roberto Amaral
ALAI AMLATINA
Una de las características más distintivas de la historia brasileña contemporánea es su carácter recurrente, sugiriendo una secuencia de farsas y tragedias, un perverso proceso circular que retarda el desarrollo en sus diversos planos, sea económico, político o social. No habrá sido por casualidad –ni mucho menos por capricho de los dioses– que hemos sido la única monarquía del continente, la última nación que se libró de la esclavitud y la última en instalar la República. Sin embargo, una República sin pueblo, sin voto, protectorado de la preeminencia de los militares y de la oligarquía rural que, con los ojos dirigidos a las bolsas de valores de Londres, comandaría el país, frustrando su desarrollo, hasta la revolución de 1930. A este movimiento cívico-militar le tocó fracturar la alianza entre paulistas y mineiros, productores de café y ganado, defensores de la economía agroexportadora, alejada de los intereses del país y, principalmente, de su pueblo.
La República tutelada
El trasfondo de los problemas sociales y estructurales que acompañan a la historia brasileña desde la Colonia es el carácter foráneo de su clase dominante, cuyos intereses y ganancias jamás estuvieron vinculados al desarrollo nacional.
En las primeras décadas del siglo pasado, la población era predominantemente rural, y la economía dependía del rentismo y de los precios internacionales del café, con 'élites' económicas adversas a la industrialización y resistentes a cualquier desarrollo que pudiera amenazar las estructuras económico-políticas que garantizaban su poder. Es sobre ese escenario que comienza a configurarse lo que se podría llamar la clase media urbana: funcionarios públicos, pequeños y medianos comerciantes, intelectualidad emergente, etc. y los jóvenes militares.
En 1922, año de la Semana de Arte Moderna, los sentimientos moralistas de la clase media se encuentran con la inquietud de la joven oficialidad, simbolizada en el Levantamiento del Fuerte de Copacabana, la primera de una serie de irrupciones militares que se producen hasta el golpe del 1 de abril de 1964, vestíbulo de la dictadura militar que sólo llegaría a término en 1984. Con el Levantamiento, surge el ‘tenientismo’[1] del cual nace la Columna Prestes (1924)[2] e incluso la revolución de 1930 que se desdobla (1937) en el Estado Nuevo, la dictadura que sobrevivirá hasta 1945.
La preeminencia de los militares, garantes de los gobiernos oligárquicos, se establece institucionalmente a partir del golpe de Estado del 15 de noviembre de 1889, conocido como Proclamación de la República: un acontecimiento de ellos, y sólo de ellos, es decir, sin pueblo y sin republicanos, que, al derribar la decadente Monarquía, instauró la República de los grandes terratenientes.
La República tutelada, apoyada en un proceso electoral restringido y corrupto, buscaba legitimidad en un padrón que no abarcaba ni a las capas medias de la población. En 1894, en la primera elección directa para presidente de la República, el candidato victorioso, Prudente de Morais, se eligió con cerca de 270 mil votos, lo que representaba menos del 2% de la población brasileña.
Esa democracia sin pueblo y sin voto sobreviviría hasta 1930, año de la revolución varguista que se transformará en dictadura en 1937 y se extenderá hasta 1945, cuando Getúlio Vargas, el dictador, es depuesto por un golpe militar.
Ruptura constitucional
Esta pequeña introducción tiene el propósito de poner de manifiesto el encuentro del combate despolitizado a la corrupción con los golpes de Estado, de base militar o no, como el de 2016. Uno de los temas centrales del levantamiento de 1922 era la denuncia de la corrupción electoral y la demanda de un sistema electoral 'justo', es decir, sin fraude. Se establece entre los militares, mayoritariamente, la creencia de que los males del país residían en la corrupción (un crimen civil), tema que luego fue absorbido por las corrientes políticas de derecha, que dominaban el debate político, y pasarían a frecuentar los cuarteles militares. Así, el combate a la corrupción se transforma en instrumento político de apelación a la ruptura constitucional, invocada como necesaria para combatir la corrupción, cuando su objetivo ha sido el de impedir la continuidad de gobiernos, llamados 'populistas', por haber dado lugar a la emergencia de las masas.
El horizonte que unifica las fuerzas conservadoras (auto-denominadas 'liberales') es la 'moralización de las costumbres políticas' (cortina de humo para el golpismo) que, a partir principalmente de los años 50 del siglo pasado, pasa a contar con la acción de los grandes medios de información. Su papel, desde siempre, pero que se acentúa principalmente luego de la redemocratización de 1946 (primeras elecciones tras la caída de la dictadura del Estado Nuevo), es la construcción del discurso ideológico unificador del pensamiento conservador-reaccionario, fundado en el combate a la corrupción, en la manipulación de los conceptos de ética, libertad y democracia. Les corresponde: 1) crear las condiciones subjetivas para el golpe (al que la derecha recurre cada vez que se ve amenazada en sus intereses) y 2) legitimarlo mediante la construcción autónoma de la narrativa. En el año 2016 (contra el lulismo), como en 1954 (contra Vargas, el hombre y lo que él representaba), como contra Juscelino Kubitscheck en los años del desarrollismo (1956-1961), como en la preparación de 1964, contra João Goulart y lo que representaba como promesa de desarrollo nacional autónomo, distribución del ingreso y emergencia de las masas, el eterno fantasma que provoca las pesadillas de las clases dominantes.
A partir del gobierno constitucional y democrático de Vargas (1951-1954) y hasta el derrocamiento del lulismo (2003-2016), se registra el avance del pensamiento de centro-izquierda, caracterizado por la emergencia de las masas asociada a un proyecto de desarrollo nacional autónomo. Tesis inaceptables para la derecha brasileña. Se repiten los golpes con la misma justificación de la lucha contra la corrupción.
La victoria de la campaña contra Vargas, en 1954, se centraba en la denuncia de un 'mar de lodo’ que correría en los inexistentes 'poros' del Palacio del Catete, sede del gobierno. Lo que en realidad se combatía era el proyecto de desarrollo nacional autónomo y de protección de las clases trabajadoras.
El gobierno de Juscelino fue atacado, como corrupto, desde el primer día, y volvió a ser objeto de investigaciones bajo la dictadura. Igual que en el caso de Vargas y João Goulart, nada sería comprobado, pero el presidente tuvo que enfrentarse a dos levantamientos militares y cerca de 10 pedidos de impeachment. Su sucesor, el candidato de la derecha Jânio Quadros, el efímero, tenía como símbolo de campaña una escoba y como lema "acabar con el robo".
João Goulart (1961-1964) ya era combatido desde su tiempo de Ministro de Trabajo (1953) y desde siempre acusado de ‘populista’ y corrupto. En su gobierno avanzaron los esfuerzos hacia la emergencia de las masas y la efectividad de una política exterior independiente, proyectos fatales en la contingencia brasileña. La larga campaña para su deposición (1964) acusaba a su gobierno de subversivo y corrupto.
La Historia no se repite, sino como farsa o tragedia, pero al menos ella es recurrente. Maquiavelo decía que a los hombres les gusta rehacer caminos ya recorridos.
La denuncia de corrupción fue el arma de la derecha brasileña para justificar la destitución de Rousseff en 2016, pero esta vez sus objetivos son más profundos. Con la cantaleta de siempre, se trata de destruir el símbolo de la emergencia de las masas, el ex presidente Luiz Inácio da Silva, a quien se trata de destruirlo difamándolo como corrupto, es la imagen que de él intenta dibujar la conspiración del sistema empresarial en alianza con los medios y el poder judicial.
En el caso de la destitución de Rousseff y del intento, en marcha, de destruir la imagen del ex presidente Lula y de lo que representa, hay un hecho inusitado: fueron las fuerzas de la corrupción, simbolizadas en la figura de Michel Temer y de la cuadrilla que tomó por asalto el poder que, en nombre del combate a la corrupción, comandaron el golpe y ahora maniobran la condena moral de Lula. (Traducción: ALAI)
Roberto Amaral es escritor, politólogo, ministro de Ciencia y Tecnología en el primer gobierno de Lula.
Artículo publicado en la Revista América Latina en Movimiento 531 (marzo 2018): La corrupción: Más allá de la moralina
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